Cuentas alegres y resultados decepcionantes

  • Rodolfo Ruiz R.

¿Qué pasaría si la continuidad de los secretarios de Estado y la reelección de legisladores federales no dependiera de la voluntad presidencial, ni de los intereses de la partidocracia, sino del desempeño de unos y otros a partir lo que prometieron y los resultados en el ejercicio de su función?

Lo más probable, seguramente, es que muchos secretarios ya tendrían que haber renunciado a sus carteras, y que la lista de diputados y senadores que en el futuro buscarían reelegirse se reduciría de manera sensible. Pero no sólo eso. Si esa fuera la regla, el presidente seguramente estaría mejor armado, con un equipo de funcionarios más eficiente pero también más realista tanto en sus proyecciones como en sus alcances y logros.

¿En qué sistema democrático serio, sujeto al escrutinio público y la rendición de cuentas, un secretario o ministro de Hacienda puede hacer estimaciones de tasas de crecimiento anual que no se cumplen, ni se cumplirán, a pesar de haber aumentado la deuda pública del país en cuatro puntos del PIB, sin que nada le pase y sin que su futuro político como aspirante presidencial sufra mayor deterioro?

¿Con qué cara Luis Videgaray puede presumir reconocimientos internacionales como experto en finanzas públicas si la economía nacional se encuentra estancada o al borde de la recesión como consecuencia de la desaceleración mundial, pero también de la reforma fiscal que tiene paralizado el mercado y el flujo de inversiones?

Algo que en México debe cambiar y de manera urgente es el método y los criterios para asignar o distribuir el dinero público. La entrega de recursos debe hacerse contra resultados y metas concretas que los gobiernos federal, estatales y municipales puedan cumplir, y los diputados evaluar y cuantificar con indicadores técnicos y científicos, y no con base en intereses políticos o partidistas.

Si un secretario de Estado o candidato a presidente o gobernador ofrece en su discurso de toma de posesión o en su campaña electoral realizar 100 obras, en equis precio y en equis tiempo, y no cumple con el número, ni con los plazos ni con los costos, ese funcionario no tendría por qué seguir en el gabinete o en la administración pública.

Si un legislador o un conjunto de legisladores presenta una agenda de reformas constitucionales estructurales y de leyes secundarias y estas no se aprueban en el tiempo ofrecido o salen a medias o llenas de parches, éstos no tendrían por qué ser reelectos, ni ser premiados con onerosos viajes al extranjero y millonarias partidas que discrecionalmente se autoasignan sin rendir cuentas nadie de cómo se las gastan o en qué las emplean.

El incentivo de dotar a la burocracia dorada que vive de y para el servicio público de altísimos sueldos, privilegios extraordinarios y prestaciones que nada tienen de republicanas, en aras de evitar la corrupción, es un estímulo perverso sobre todo cuando su permanencia en las carteras y puestos que desempeña no depende de sus logros, sino de los afectos de su contratante, de la camarilla política a la que pertenece y de los dirigentes partidistas a los que sirve y de los que se sirve para mantenerse en el poder.

Si Peña Nieto no quiere pasar a la historia como un presidente que pudo hacer reformas estructurales pero que estas no se tradujeron en mejores condiciones de desarrollo, en tasas de crecimiento anual del 4% y en empleos mejor remunerados, entonces más le valdría comenzar a considerar dos opciones.

La primera sería relevar del gabinete a aquellos secretarios que lo han engañado y han engañado a la mayoría de los mexicanos con expectativas imposibles de cumplir o no realizables por el contexto internacional y las condiciones del mercado nacional.

Y la segunda a modificar su optimista y cada menos creíble discurso publicitario, sustituyéndolo por otro más realista, en el que sin demagogia nos diga cuáles serán las metas alcanzables de crecimiento económico, combate contra el hambre y la pobreza y de recaudación de corto, mediano y largo plazo, pues los mexicanos ya estamos hartos de cuentas alegres o de que nos den atole con el dedo.

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