Un sindicalismo auténtico mejoraría el reparto de la renta nacional
- Aquiles Córdova
El acaparamiento desmedido de la riqueza y el concomitante incremento de la pobreza es, como toda persona informada sabe bien, un problema mundial, una grave crisis a escala planetaria que tiene su origen en el llamado fundamentalismo de mercado, es decir, en la confianza ciega de economistas y políticos poderosos en la idea de que basta el sostenido y suficiente crecimiento económico basado en la empresa privada, para que la sociedad entera reciba en automático los beneficios de ese incremento de la riqueza, para que todo mundo mejore sus niveles de bienestar y se forme un mercado vigoroso, solvente, que garantice la realización de las utilidades y la repetición ampliada del ciclo económico sin tropiezos ni desaceleraciones. Y todo este paraíso terrenal, sin otro mecanismo que la “mano invisible del mercado”, que dijera Adam Smith.
Pero los indicadores de una escandalosa concentración de la riqueza y del imparable crecimiento del número de pobres en el mundo, son pruebas irrefragables de que los milagros del libre mercado no son tales; que librado éste a sus propias leyes, lo que produce no es el bienestar colectivo, sino precisamente lo contrario: el exagerado enriquecimiento de unos pocos y la miseria de millones que se debaten en el hambre y el desempleo. De ello se sigue que la justicia social necesita, para ser una realidad, que junto con las medidas fiscales, laborales, sociales, legales y de inversión pública en beneficio de la inversión privada, se apliquen también políticas públicas cuyo propósito consciente y preciso sea el reparto equilibrado de la renta nacional, la elevación constante de los niveles de vida de los trabajadores. Y a estas alturas del partido, como suele decirse, tampoco son un secreto las políticas indispensables para una mejor distribución de la riqueza: creación de empleos para toda la población en edad de trabajar, salarios suficientes para hacer frente a las necesidades básicas de una familia, mayor gasto social en favor de los que menos tienen y una política fiscal progresiva que haga pagar más a quienes obtienen los mayores ingresos.
Se dirá, y es cierto, que una política económica volcada hacia el fomento de la inversión privada ataca, precisamente, un punto fundamental del problema, esto es, la creación de suficientes empleos formales para todo el que se halle en condiciones y en edad de trabajar; pero es igualmente obvio que crear muchos empleos no es sinónimo de buenos salarios; a veces, incluso, suele ocurrir exactamente al revés: a una mayor oferta de empleo corresponden salarios más bajos, y doy una pequeña prueba de lo que pasa en México. El diario Reforma publicó, con fecha 21 de febrero del año en curso, un artículo que ya desde el encabezado provoca desazón: “Anticipan bajos salarios para 2014”. En el cuerpo de la nota se dan datos reveladores: “Los salarios reales en México registraron en 2013 su menor crecimiento desde 2010 y se mantendrán en niveles bajos a lo largo de este año debido en parte a los altos niveles de inflación, estimó Bank of America Merrill Lynch”. En seguida se dice que esta misma correduría afirma que, el año pasado, el salario base nominal creció un 3.9%, en tanto que la inflación fue de 3.8%. Por tanto, el aumento real del salario base fue de 0.1%. Pero, según la misma nota, este año la cosa será peor, pues el incremento al salario real se estima en 4.1% mientras la inflación se espera de un 4.2%, esto es, el salario base real perderá un 0.1%. Y viene luego una sorprendente explicación: “Consideró (Merrill Lynch) que los bajos salarios en México son, en parte, consecuencia de una mayor tasa de participación y un aumento de la oferta de trabajo debido a la demografía y una menor emigración hacia Estados Unidos”. (Todos los subrayados son míos, A.C.M.)
Lo dicho: a la mayor generación de empleos provocada por el crecimiento natural de la población y por las mayores dificultades para emigrar a los Estados Unidos, correspondió una baja en los salarios. Parece como si los dueños del capital, para mantener intacta su actual propensión al consumo, se hubiesen propuesto crear más empleos con la misma inversión en salarios que antes, o por lo menos, con una inversión sólo ligeramente mayor. Además, resulta obvio que el incremento salarial es anulado por la inflación, a pesar de lo cual se sigue manteniendo dicho incremento atado a la tasa inflacionaria. Este despropósito social, según los señores economistas y los políticos a quienes asesoran, se debe a que un incremento mayor provocaría mayor inflación, es decir, que los salarios son inflacionarios. Pero este punto de vista “científico” es falso. Se sabe bien que los ingresos inflacionarios son aquellos que elevan la demanda sin incrementar la oferta, es decir, los ingresos de las clases y grupos que desempeñan una función indispensable pero improductiva. Ejemplos típicos son las fuerzas armadas y todos los cuerpos de seguridad, el gigantesco aparato burocrático de los tres poderes, los funcionarios y empleados de la iniciativa privada, de las iglesias y los dedicados a actividades culturales y artísticas, etc. Son grandes grupos que consumen pero no producen, y ese no es, por supuesto, el caso de los obreros. Su salario es el único que, en rigor, no puede ser inflacionario, y si lo es, se debe a que la clase patronal paga con una mano y con la otra eleva los precios de sus productos, para mantener intocada su ganancia.
De todo esto se infiere que la elevación real de los salarios y el consiguiente abatimiento de la pobreza nunca se producirán si se deja la tarea al mercado, a los patrones o a las “Comisiones Tripartitas” del salario mínimo. Ya Marx, con su acerado genio, cortó de un certero golpe el nudo gordiano: el nivel de los salarios, dijo, es una consecuencia directa de la correlación de fuerzas entre trabajadores y patrones, depende únicamente de la lucha de aquéllos por mejorar sus condiciones de vida. Y no hay duda de que, en México, los bajos salarios son, en gran medida, resultado de la anulación de facto de los sindicatos y de la lucha sindical; del sometimiento de los obreros y sus órganos representativos a la voluntad y a los intereses de líderes charros, patrones y toda la justicia laboral. Todos ellos, en santa alianza, han convertido los sindicatos, de arma de defensa de los trabajadores, en un eficacísimo mecanismo de control por medio de la violencia, el terror, la manipulación ideológica y la amenaza constante de despido a cualquiera que se atreva a levantar la voz. Por eso, un gobierno que quiera combatir en serio la pobreza y elevar el bienestar de las clases populares debe, indefectiblemente, soltar las ataduras y quitar la mordaza a los obreros y a sus organizaciones gremiales; permitir que sean ellos quienes defiendan el nivel de sus salarios mediante la lucha legal y legítima, contribuyendo así a un reparto más equitativo de la renta nacional. Para ello, no se necesita hacer nada nuevo ni extraordinario, no se requiere poner de cabeza al país, lo único que se necesita es respetar y hacer respetar la Ley Federal del Trabajo, rigurosamente y en sus justos términos, tanto en lo que favorece al trabajador como en aquello que limita y somete sus acciones al interés nacional. Si no se hace algo así, el ataque a fondo a la pobreza seguirá nutriéndose sólo de buenas y piadosas intenciones.