Inseguridad y Pobreza
- Aquiles Córdova
Cada vez que por alguna razón importante se pone de moda hablar de la gran inseguridad que nos atosiga, se vuelven a escuchar las mismas explicaciones superficiales del fenómeno y las mismas recetas manidas (que ya han demostrado de sobra su ineficacia) para acabar con él. La causa del florecimiento del delito en nuestra sociedad, se dice, está en la impunidad galopante, es decir, en la falta de acierto y de voluntad de las autoridades para combatirla con eficacia. Casi siempre se agrega a dicha causa fundamental, la impreparación y la corrupción de los cuerpos policíacos, razones que explican no sólo sus nulos resultados sino también el hecho, que cada día se repite con mayor frecuencia, de que en las bandas de delincuentes participen, y a veces en calidad de jefes, policías en activo o ex policías que se han pasado al campo del enemigo al que supuestamente deben combatir.
La conclusión natural de este enfoque es que la solución estriba en exigir a las instancias respectivas “que trabajen”, que cumplan puntual e inteligentemente con su tarea de proteger a la sociedad, y que creen más y mejores cuerpos policíacos, mejor entrenados, mejor armados y más capacitados para enfrentar con éxito al hampa que, esa sí, se moderniza aceleradamente. Quienes así razonan, no sólo se olvidan de que tales exigencias, en la medida en que se han puesto en práctica en el pasado, no han dado nunca resultados apreciables, sino también de que constituyen el mejor camino para convertir al estado mexicano en un estado policíaco, es decir, en un estado armado hasta los dientes y dedicado a vigilar, las 24 horas del día, la conducta de todos los ciudadanos, delincuentes o no, coartando con ello todas las libertades consagradas en nuestra ley fundamental. No se dan cuenta, tampoco, que es una contradicción flagrante pedir más y mejor entrenados policías, sin tomar medidas precisas y seguras para evitar que se pasen al lado de la delincuencia, que eso, en el fondo, significa estar formando cuadros a la alta escuela para las bandas de mafiosos que los cooptan y enrolan en sus filas.
Pero esta miopía de ciertos grupos sociales no es gratuita. Tiene su explicación en el hecho de que, de esa manera, evitan referirse a las verdaderas causas económicas y sociales de la delincuencia, mismas que llevarían a la necesidad de introducir reformas de fondo en la actual estructura del sistema, que no se corresponden con los intereses que defienden y representan. Sin negar que hay un porcentaje significativo de criminales que delinquen no por necesidad, sino porque conciente y deliberadamente han escogido ese camino para acceder a la riqueza fácil, lo cierto es que una buena cantidad de ellos roba, asalta, secuestra, asesina y trafica con droga impelida por la pobreza en que vive y por la falta de oportunidades para salir de ella mediante un trabajo limpio, honroso y bien remunerado. Es decir, que la verdadera causa que subyace en el fondo de la gran mayoría de nuestros graves problemas delincuenciales, es la injusta e inequitativa distribución del ingreso nacional. Y esto último lo sabe todo el mundo, en primer lugar, aquellos que más preocupados se muestran por el problema de la inseguridad. Por tanto, resulta de lógica elemental que un cambio favorable en el reparto de dicho ingreso acabaría de golpe, cuando menos, con el 50% de la criminalidad actual. Para el resto, obviamente, tendrían que seguirse empleando los métodos convencionales de todos conocidos.
Ahora bien, el camino más eficaz y seguro para lograr una reorientación, aunque sea paulatina, del reparto de la riqueza social, no consiste sólo en ampliar y legitimar el juego democrático, es decir, garantizar que las mayorías elijan libremente a sus gobernantes. La experiencia demuestra de modo irrefutable que todos, o la gran mayoría de ellos, al llegar a la silla del poder, se olvidan de las promesas hechas a los que menos tienen y se dedican a complacer a los poderosos. Por eso, resulta indispensable la contraloría popular sobre los gobiernos, sean del signo ideológico que sean; por eso resulta indispensable, en consecuencia, respetar escrupulosamente el derecho de las masas empobrecidas a organizarse y a salir a las calles a protestar públicamente, en caso necesario, para reclamar atención a sus necesidades y una actitud más equilibrada del gobernante entre los intereses de los poderosos y los de los débiles. Un gobierno con verdadera vocación de justicia social no sólo debería respetar los derechos mencionados, sino alentarlos, fomentarlos y responder a sus requerimientos y demandas, sin ningún tipo de maniobras, taxativas o amenazas. Eso sería, entre otras cosas, luchar contra la delincuencia.
Desgraciadamente, lo que hoy observamos en el país es exactamente lo contrario: una especie de acuerdo entre los tres niveles de gobierno, sin distinción de partidos, no sólo para hostilizar, dificultar e ignorar la organización y las demandas de los desfavorecidos, sino para reprimirlos violentamente, con la policía y con la cárcel para obligarlos a soportar, callada y resignadamente, la marginación y la miseria en que se debaten desde siempre. ¿Es mucho que alguna de esta gente, llevada al extremo de la desesperanza y de la injusticia, busque salidas falsas para salvar su propia vida y la de los suyos? Alguien debería convencer a los privilegiados de que no es bueno ponerse a contar dinero frente a quienes se mueren de hambre y de necesidad.