Hablemos de gobiernos autoritarios

  • Aquiles Córdova

En un discurso pronunciado en Los Pinos el lunes 5 de octubre, el Presidente de la República llamó a los presentes y, a través de ellos (supongo), a todos los ciudadanos, a cerrarle el paso a los gobiernos autoritarios, entre otras razones porque son poco o nada proclives a la transparencia y a la rendición de cuentas. El planteamiento presidencial, en mi opinión, es redondo por así decirlo, en el sentido de que no deja margen a la refutación, total o parcial, de sus potenciales críticos. En efecto, nadie en sus cabales puede afirmar que está a favor de un gobierno autoritario, aun en el caso de que le cambie el nombre por otro menos chocante para el público.

Creo, sin embargo, que habrá más de uno que, con la mejor buena fe, se pregunte: ¿y qué es, cómo se define o cómo se identifica a un gobierno autoritario? Por lo poco que yo he leído sobre historia de las doctrinas políticas, creo que un gobierno autoritario es aquél que se ejerce con ausencia de toda ley, de toda regulación, control o acotamiento del desempeño del gobernante, independientemente de que se haga con gesto amenazante o con la sonrisa en la boca. La justificación primera y última de los actos de un gobierno así es su soberana voluntad, de la cual sólo tiene que responder ante Dios. De acuerdo con esto, el gobierno autoritario por antonomasia es la dictadura, llámese ésta absolutismo de un rey o emperador, “gobierno militar” ejercido por un sayón moderno como Francisco Franco o Augusto Pinochet, o gobierno “civil” sostenido exclusivamente por las fuerzas armadas del país de que se trate. Por tanto, podría parecer a primera vista que no hay lugar para hablar del peligro de un gobierno autoritario en un país regido por una Constitución emanada de la voluntad popular y gobernado por un Estado de Derecho integrado por un cuerpo de leyes e instituciones nacidas de esa misma Constitución, tal como ocurre en México.

Pero, como nos lo acaba de recordar el Presidente, las cosas no son tan simples. Si el autoritarismo es, al fin y al cabo, un poder ejercido sin sujetarse a ningún tipo de freno o mandato legal, exista este mandato o no, entonces el peligro de caer en una especie de dictadura personal en un Estado de Derecho, radica en la posibilidad de que el gobernante, simple y llanamente, haga caso omiso de la ley, pase por encima de ella o la contradiga abiertamente con sus actos, atenido a que la ley, por clara, precisa y justa que sea, no puede defenderse ni hacerse respetar por sí sola si no existe un órgano ad hoc para ello, o, en su lugar, una organización popular fuerte y con la educación suficientes para saber defender la ley y el derecho y para obligar al gobernante a cumplirla en sus términos. Y si es así, entonces el llamado de alerta presidencial resulta de la mayor importancia y de la mayor actualidad, porque sería un llamado a no permitir que ningún gobernante, grande o pequeño, viole la ley en perjuicio de sus gobernados y de los altos intereses nacionales. Pero, ya ubicados en esta tesitura, resulta obligado decir, porque ésa es la verdad que nosotros vemos y padecemos, que los gobiernos y los gobernantes autoritarios no son sólo un peligro potencial, futuro, sino una lacerante realidad que muchos mexicanos viven y sufren, sin atisbar en el horizonte ninguna posibilidad de defensa eficaz contra semejante flagelo.

Doy un ejemplo concreto (aunque no único, desgraciadamente) que hoy mismo está a la vista del país y del mundo y que, por lo mismo, nadie podrá negar sin caer en el ridículo. Me refiero al trato que el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, ha venido dando a los ciudadanos y a los jóvenes antorchistas que buscan una solución a sus demandas elementales y que, al no encontrarlas, tratan de manifestar públicamente su inconformidad por las calles de la ciudad que ese señor gobierna. No voy a detallar ahora la historia de su lucha; lo que me interesa subrayar es que cada vez que los antorchistas capitalinos y los jóvenes estudiantes, juntos o separados, han tratado de manifestarse públicamente, sale a encontrarlos, no el ciudadano Jefe de Gobierno o alguno de sus encumbrados funcionarios, sino un nutrido contingente de policía armada con escudos y toletes para “encapsular” (así lo llaman ellos) a los inconformes, es decir, para cercarlos e inmovilizarlos en el lugar donde se reúnen, lo que significa, en palabras llanas, que se les impide ejercer su derecho a la libre manifestación pública y, por tanto, que se viola flagrantemente esa garantía constitucional en su perjuicio.

Pero eso no es todo. En reiteradas ocasiones, el Movimiento Antorchista Nacional ha solicitado al gobierno de la ciudad el permiso correspondiente (condición, por cierto, también ilegal y violatoria del derecho a la libre manifestación pública) para realizar su concentración masiva en el zócalo capitalino, buscando con ello no permanecer demasiado tiempo en las calles para no molestar inútilmente a la ciudadanía. Cabe aclarar, además, que no se ha tratado de protestas en contra del gobierno del D.F., lo que le daría alguna lógica al asunto, sino contra distintos órdenes de gobierno y con distinta ubicación. La respuesta ha sido, invariablemente, una rotunda negativa, y los pretextos usados en cada ocasión son lo de menos y no vienen al caso. Hoy mismo, martes 6 de octubre, cuando se cumplen dos años del secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo, el antorchismo nacional se concentró, en número de cien mil almas (aunque los medios digan otra cosa y sólo señalen, exagerando, las molestias causadas al tránsito de personas y vehículos), con el objetivo principal de exigir justicia para nuestro héroe popular, padre de varios  antorchistas de larga y exitosa trayectoria, y la entrega de su cadáver a la viuda e hijos que, con todo derecho, lo reclaman para darle cristiana sepultura.

Pues bien, enterado por la prensa de que la marcha se proponía llegar al zócalo, el gobierno de Mancera, ni tardo ni perezoso, lo llenó de lo primero que halló a mano para “ocupar el espacio” y bloquear la llegada de los antorchistas. No muy convencido de que volver a convertir el zócalo en “tianguis” (como lo han venido haciendo desde que son gobierno, sin ningún respeto a lo que ese espacio representa para todos los mexicanos) fuera suficiente para detener a los manifestantes, esta vez sacaron a la calle a varios miles de policías, más pertrechados y agresivos que nunca, y los apostaron a la altura de Bellas Artes en un alarde “disuasivo” pero listos como para enfrentar al Emirato Islámico. Y este obsceno espectáculo contra un pueblo inerme y pacífico, fue montado por un gobierno “democrático” y enemigo del “autoritarismo”, y lo hizo ante los ojos de México y del mundo, incluidos los del propio gobierno de la República. Lo montaron, además, muy pocos días después de que, también ante México y el mundo, el Jefe de Gobierno saliera a ofrecer, con una obsequiosidad oficiosa y exagerada, ese mismo zócalo que a nosotros nos niega, primero para la “huelga de hambre” y luego para la concentración masiva de quienes exigen la aparición con vida de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Y no sólo el zócalo, sino todas las garantías de seguridad, e incluso carpas, agua y alimento, a los participantes en ambos actos de protesta. Nosotros, por supuesto, no objetamos ese apoyo ni el “irrestricto respeto” al derecho de manifestación que en esa ocasión mostró Mancera; por el contrario, lo aplaudimos y lo celebramos. Pero, precisamente por eso, tenemos todo el derecho de preguntarle al personaje: ¿por qué a ellos sí y a los antorchistas no? ¿Qué clase de gobierno democrático es ése, que así discrimina a los ciudadanos, sin más argumento que sus simpatías políticas y su soberana voluntad? No hay duda: el gobierno del D.F., a pesar de su verborragia “democrática” e izquierdista, es un gobierno autoritario, y no sólo porque desacata la ley en nuestro perjuicio, sino también porque dinamita en su base al Estado de Derecho y a la Constitución que lo sustenta al privar a ambos de uno de sus requisitos esenciales de legitimidad: su aplicación universal, sin distingos ni preferencia de ninguna clase, a todos los ciudadanos por igual.

Naturalmente que a cualquier mente sana se le ocurriría preguntar: ¿Mancera actúa por sus puras pistolas o de acuerdo con autoridades de otro nivel?