¿Ludismo político?
- Aquiles Córdova
Antes de escribir una letra sobre el tema de hoy, quiero dejar asentada, con toda claridad y precisión, la condena radical, sin ningún género de matices ni atenuantes, de la tragedia nacional ocurrida en Iguala, Guerrero, cuyo desenlace definitivo parece que debemos aguardar hasta en tanto no den su dictamen final los peritos y especialistas que trabajan en ello, por parte mía y de todo el antorchismo nacional. También quiero subrayar aquí, como grabada con fuego, nuestra exigencia incondicional de que los nefandos y espeluznantes sucesos de que hablo se investiguen en serio ¡siquiera sea por una vez en nuestra historia reciente! hasta descubrir, detener y castigar conforme a la ley, a toda la cadena de criminales que se atrevieron a tanto, desde el primero y más bajo hasta el último y más encumbrado eslabón (que no creo, diré de paso, que sean el ex alcalde de Iguala y su esposa), porque así lo exige el mínimo espíritu de verdadera justicia y porque sólo eso puede, quizá, aplacar los ánimos y devolver la tranquilidad a nuestro convulsionado país.
Pero a renglón seguido debo hacer algunas aclaraciones. 1) Esto no es todo lo que pensamos y tenemos que decir sobre este y otros graves sucesos de parecida índole que se han venido sucediendo, cada vez con más frecuencia y mayor virulencia, a lo largo y ancho del país. Hay algo más. Sin embargo, no lo diré hoy porque resulta evidente que no es el momento de hablar con toda franqueza, de modo completo e integral, de nuestro punto de vista, sin arriesgarnos a una mala inteligencia del mismo y a provocar no sólo el escepticismo y la sospecha de algunos, sino incluso el rechazo radical de quienes, profundamente lastimados por las presentes circunstancias, no están en condiciones de reflexionar sobre planteamientos o formulaciones que no se pronuncien sobre la aparición con vida de los jóvenes secuestrados, sobre la condena radical a sus victimarios y sobre la exigencia de una justicia rápida y efectiva a quienes tienen el poder y el deber de hacerlo. Justo por eso, prefiero dejar mi pronunciamiento en los términos en que ya queda expresado renglones arriba, bien entendido que no es, en ningún modo ni medida, incompatible con lo que guardo para mejor ocasión.
2) Los antorchistas no consideramos cumplido nuestro deber de solidaridad con los débiles, atropellados y menospreciados en todos los terrenos, que hay en nuestro país, por manifestarnos en los términos que aquí lo hacemos. No creemos que eso sea todo lo que nos corresponde hacer. Lo nuestro, en efecto, nunca ha sido irnos a la cargada; alzar la voz allí donde lo han hecho ya miles de gargantas; repetir a coro lo que muchos ya dijeron antes que nosotros, solo para “quedar bien”, para “maquillar nuestra imagen” y para sacar provecho político de una tragedia, aunque sea para ponerlo al servicio de las causas populares que defendemos. Siempre hemos creído que la mejor y más eficaz manera de apoyar todas las luchas sociales justas, de respaldar con efectividad a otros luchadores (aunque nadie lo haga con nosotros, como quedó plenamente demostrado con el secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo, que tiene muchos puntos en común con la tragedia de Iguala) que siguen un camino distinto al nuestro pero que van tras el mismo ideal, es trabajar cotidianamente, sin pausa y sin desmayo, para despertar la conciencia de los oprimidos y marginados y organizarlos bien, firmemente, para intervenir en los destinos nacionales y reconducirlos hacia la equidad y la justicia social. Eso pensamos y eso hacemos día con día, aunque muchos no lo entiendan así y nos ataquen y satanicen por eso.
3) Este artículo no busca dar lecciones a nadie sobre lo que debe hacer y cómo hacerlo; no es una receta para enfrentar crisis difíciles como la que actualmente vive la nación entera; y menos aún es un sermón “contra la violencia”, de esos hoy tan de moda que buscan convencer a los heridos y agraviados de que renuncien a sus protestas, o a que las hagan “pero pacíficamente”. A los antorchistas siempre nos ha repugnado el pacifismo hipócrita, unilateral y superficial, que condena sólo la violencia que viene de la lucha popular, pero nunca (o muy pocas veces) la que viene de otros sectores sociales con más poder político o económico; reprobamos a quienes se escandalizan con lo que hace “la chusma”, pero guardan un silencio cómplice sobre la violencia social integral que se ejerce contra los pobres y marginados privándolos de lo más indispensable como es el empleo, el salario remunerador, la educación, la salud, la vivienda, el agua potable y todos los servicios que hacen menos dura la vida. Sostenemos, en cambio, que los actos violentos de la masa deben verse, siempre, sólo como chispazos, como relámpagos de advertencia de que allá, en lo hondo de la sociedad, se prepara una tormenta, una grande y devastadora tormenta que requiere de total e inmediata atención.
Hechas estas precisiones necesarias, ya puedo pasar a mi tema con más fundada esperanza de no ser mal interpretado. Pienso que, independientemente de lo justo de su causa y del carácter comprensible, disculpable y hasta tolerable de sus acciones, de todos modos el ataque, destrucción material e incendio de edificios públicos y privados y de diversos tipos de instalaciones por parte de los ofendidos por el caso Iguala, visto desde un punto de vista analítico, sereno y objetivo, resulta ser, irremediablemente, un quid pro quo, esto es, un equívoco que consiste en tomar una cosa por otra, en confundir algo con lo que no es. Tomo como ejemplo para explicarme la fase Ludita de la lucha obrera: los trabajadores ingleses, desplazados de sus empleos por máquinas cada vez más abundantes y perfeccionadas en los albores del maquinismo industrial, se lanzaron a la destrucción material de las mismas creyendo que eran ellas las culpables del desempleo y la pobreza que se generalizaba en sus filas. Su error consistió en confundir a la máquina con el patrón, es decir, en culparla de aquello que, en realidad, no era más que la consecuencia de la voracidad del capital por la máxima ganancia. Lo único que consiguieron fue que a la pobreza y el hambre se sumara la feroz represión del Estado.
Pues bien, hoy estamos ante una confusión casi idéntica: los lastimados y furiosos familiares de los estudiantes secuestrados, junto con maestros y grupos sociales representativos que los respaldan, se han lanzado contra edificios públicos y privados, oficinas y sedes de congresos estatales y de partidos políticos, palacios de gobierno incluido el Palacio Nacional, etc., como si fueran estos, y no sus ocupantes, los responsables de la tragedia. Y a mí me preocupa este quid pro quo por dos razones. 1) Porque el error vuelve estéril la lucha de los inconformes al dejar intacta, intocada, la estructura económica, social y política del sistema, a cambio de dañar bienes materiales. Al final, la inutilidad del esfuerzo acabará decepcionando a los mismos que lo impulsan, no sin antes enajenarles la simpatía del pueblo, tan necesaria en estos casos, que ve y no entiende la naturaleza de sus acciones; 2) porque si bien es obvio que hoy el Estado no puede reprimir “los desórdenes” porque calcula que, de hacerlo, perderá más de lo que puede ganar, la ecuación puede cambiar si las protestas rebasan toda medida y traspasan la barrera de lo tolerable colocando al gobierno ante la alternativa de hierro: o restablecer el orden al precio que sea, o rendirse sin más a sus opositores. Y no hay duda de que optará por lo primero. Caeremos entonces en el peligro de la militarización total, y aun de la fascistización del país. ¿Están conscientes de esto quienes desafían al poder público? ¿Están preparados para una eventualidad semejante? Y esto no es un asunto que competa sólo a ellos, sino al pueblo en general, porque, una vez desatada la furia represiva del gobierno, no habrá distinción de matices ni de posturas ideológicas; todos seremos enemigos y, como siempre, los justos (el pueblo pobre y olvidado) pagarán por los pecadores (los criminales y sus poderosos padrinos). ¿Es eso lo que necesitamos para salir de la crisis? No lo creo.