Para abatir la pobreza, hay que conocerla bien
- Aquiles Córdova
Decía que riqueza y pobreza, a pesar de su aparente carácter mutuamente excluyente, son, en el fondo, una unidad indisoluble. Y así es: constituyen las dos partes (desiguales por supuesto) en que se divide la renta nacional. De ello se deduce que, puesto que la suma de ambas (la parte que toca a las mayorías populares y aquélla que corresponde al sector de altos ingresos) es una magnitud dada, constante en un momento determinado, sus dos fracciones no pueden crecer ni disminuir al mismo tiempo, sino que, necesariamente, se tienen que mover en proporción inversa, es decir, que si una crece, la otra disminuye en la misma cantidad. Y recíprocamente. Significa también, por tanto, que es imposible suprimir una de ellas, la pobreza por ejemplo, dejando intacta la riqueza; y más imposible todavía es abatir la miseria al mismo tiempo que se incrementa la riqueza de los estratos privilegiados. Es verdad que todo esto se cumple sólo si la renta nacional se toma como algo constante, lo cual es muy poco probable si nos referimos al resultado de varios períodos y no al de uno solo de ellos. Aun así, lo dicho resulta muy útil para darse cuenta que, en esencia, pobreza y riqueza son hijas de la misma causa: la distribución inequitativa de la renta nacional.
Es, pues, una falacia lógica y económica la afirmación de que la solución al problema de la pobreza radica simplemente en lograr un crecimiento suficiente y sostenido de la economía. Según lo dicho, esto sólo es así a condición de que se cambie, al mismo tiempo y a favor de las mayorías empobrecidas, la política de distribución de la riqueza disponible. La confianza ciega (o la mentira calculada) de que el puro crecimiento del PIB a tasas elevadas y sostenidas genera, de modo automático y sin necesidad de otras medidas, más empleo, mejores salarios y mejores prestaciones (el llamado “salario indirecto” por algunos economistas) y, por tanto, un mejor nivel de bienestar para las mayorías, descansa en otra falacia evidente: la de que, en toda situación de crecimiento real y sostenido, la “mano invisible” del mercado se encarga de hacer que el bienestar “escurra” desde los estratos superiores a los inferiores y, de ese modo, al final del día, todos quedemos contentos. Pero la experiencia nacional y mundial dicen que no es así. Tengo a la vista un artículo escrito por Fernando Luengo, profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, España, aparecido el 6 de noviembre de este año y cuyo título mismo es ya bastante inquietante y revelador: “El discurso tramposo y confuso del crecimiento”. De dicho artículo copio lo que sigue.
“Hay un […] mensaje, puede que más sutil, que se presenta como incuestionable, respaldado aparentemente por la teoría económica y la evidencia empírica, ampliamente aceptado por el conjunto del arco político e ideológico: con el crecimiento todos ganan. Un proceso de suma positiva del que todos, en mayor o menor medida, se benefician; […]. Así las cosas, el objetivo de los gobiernos, cualquiera que sea su signo ideológico, es aplicar políticas destinadas a crecer. Punto y final a la cuestión”. Renglones abajo dice el profesor Luengo: “Nada avala, sin embargo, esa presunción. Por ejemplo –y no es un ejemplo cualquiera–, la experiencia de las últimas décadas en la <<Europa social>> […] resulta reveladora al respecto. En esos años el PIB de las economías comunitarias aumentó, al tiempo que se generalizó el estancamiento salarial, creció la desigualdad, avanzó la precariedad y se extendió la pobreza, no sólo entre los excluidos y marginales, los perdedores de siempre, sino también entre los que disfrutaban de un empleo”. Y explica: “La presión fiscal descansó, cada vez más, sobre los ingresos de los trabajadores asalariados, mientras que los beneficios, las rentas del capital y las grandes fortunas pagaron menos impuestos (esta es la crisis fiscal que oculta el discurso dominante)”. (Todas las cursivas son mías. A.C.M.) He aquí desenmascarada, por mano muy autorizada, la falacia del crecimiento y de sus mágicos efectos automáticos sobre los niveles de bienestar de las mayorías, en particular cuando, en lugar de políticas redistributivas del ingreso, se aplican injustas y abusivas medidas fiscales sobre el ingreso de los trabajadores. Así pues, resulta que el incremento de la riqueza en el mundo entero no está repercutiendo favorablemente en el nivel de vida de las mayorías, como dice el credo neoliberal, sino que, por el contrario, crecen la desigualdad y la pobreza y, en consecuencia, la inestabilidad y los riesgos para la paz, tanto hacia el interior de cada país como entre los países mismos. Y la razón de esto es sencilla: el mercado, librado a sus propias leyes, no reparte sino que concentra de día en día la riqueza social, mientras que los gobiernos se niegan a asumir esa tarea, que sólo a ellos toca cumplir.
Y también sobre dicha concentración hay datos irrecusables. En artículo publicado por Rusia Today el 12 de noviembre de 2013, se dan estas cifras: mientras que los trabajadores de EE. UU. y de otros países han visto caer en picada sus ingresos, “el valor neto combinado de los multimillonarios del mundo se ha duplicado desde el año 2009.” Según el estudio de la consultora Wealth-X and UBS para este 2013, “la riqueza colectiva de los multimillonarios del mundo alcanzó los 6,500 billones de dólares, “una cifra casi igual al PIB de China, la segunda economía más grande del mundo”, y el número de los dueños de esta fortuna obscena pasó “de 1,360 en 2009 a 2,170 en 2013”, según la misma consultora. Y hay más. “Los más ricos del mundo invierten en yates, aviones privados, obras de arte, antigüedades, moda, joyas y coches de colección alrededor de 126,000 millones de dólares, una suma mayor que el producto interno bruto de Bangladesh, un país de 150 millones de habitantes”. (Cursivas mías, A.C.M.) No hay duda, pues: la pobreza crece como una amenazante marea, a escala planetaria, justamente como consecuencia necesaria de esta absurda concentración de la riqueza en manos de poco más de dos mil ricachos, y del consiguiente despilfarro de la misma, en vez de “filtrarse” hacia abajo, hacia los más pobres y necesitados, como reza la teoría.
Resulta obvia, entonces, la necesidad de que en México entendamos bien el fenómeno y nos decidamos a frenarlo o, de ser posible, a revertirlo para bien de todos. No cabe duda de que más empleos, mejores salarios, educación, salud y vivienda de calidad, agua, luz, drenaje, ambiente sano, seguridad social, etc., tornan indispensables las reformas que den al gobierno herramientas legales y el dinero suficiente para hacer realidad todo eso. Pero ¡guay de nosotros si, conseguidas esas reformas, se nos olvida para qué fueron aprobadas! Los pretextos se acaban a medida que las reformas avanzan, y la paciencia de quienes llevan decenas de años esperando, también. Aquí no queda más que colmar sus expectativas, pues de ello penden la vida, la tranquilidad y la paz social de los mexicanos.