La alternancia obligada en el gobierno, se opone frontalmente a la verdadera democracia
- Aquiles Córdova
Cada día se multiplican más los rumores que aseguran que el verdadero peligro de que los antorchistas participen en las justas electorales reside en que éstos, cuando se hacen con el poder en algún lugar, simplemente “ya no lo sueltan”. Concluyen quienes opinan así que, por lo tanto, es imposible “negociar” en buenos términos con los “antorchos” y que la mejor manera de tratarlos es combatirlos con todo allí donde se presente la oportunidad o la necesidad, sin detenerse a pensar si los recursos usados en su contra son morales o inmorales, ciertos o falsos, legales o ilegales, pacíficos o violentos. El Movimiento Antorchista, por lo antes dicho, no tiene cabida en el “juego democrático” y hay que cerrarle la puerta a como dé lugar.
Quienes así razonan cometen un doble error, un error lógico, conceptual, y un error de política práctica, ambos con repercusiones graves en la vida política del país. Comencemos con el error de conceptualización. Tenemos que partir del lugar común de que el concepto de democracia, de acuerdo con quienes se han ocupado de definirlo a lo largo del desarrollo del pensamiento político, tiene como piedra angular el derecho irrestricto de la sociedad civil a elegir cada cierto tiempo, claramente estipulado por la ley, a quienes habrán de gobernarlo, también por un tiempo reglamentado, mediante su voto emitido en las urnas de modo absolutamente libre, sin presiones ni coacciones de ningún tipo, en forma directa, personal, es decir, jamás por interpósita persona en quien pueda delegar su derecho, y, finalmente, también en forma secreta, consultada única y exclusivamente con su propia conciencia, justamente para eludir cualquier intento de presión, coacción o chantaje para orientar su decisión. La verdadera democracia, además, no excluye del derecho a elegir o a ser elegido a ningún adulto en condiciones de ejercer su voto, con la única excepción de los casos preescritos por la ley. La universalidad del derecho a votar es también requisito esencial de una democracia auténtica.
Ahora bien, si esto es así, el concepto teórico de la democracia incluye, por necesidad lógica, tanto la alternancia como la continuidad del mismo partido o de la misma corriente política en el poder, puesto que el voto emitido en forma absolutamente libre y voluntaria de los ciudadanos puede optar, tanto por refrendar su confianza a quienes gobiernan por considerar que lo hacen bien y que responden satisfactoriamente a lo que de ellos se esperaban, como por darles la espalda en el caso opuesto y elegir a otro partido o a otra corriente política para que ocupe el lugar de la anterior. Por lo tanto, si alguien (grupos de poder fáctico, camarillas incrustadas en el aparato de gobierno, dos o más partidos que cabildean y se ponen de acuerdo entre sí) determina apriorísticamente, es decir, al margen de las urnas y antes de que los ciudadanos manifiesten su voluntad a través del voto, que debe haber alternancia, es decir, que los ciudadanos no pueden, aunque así lo quieran, dar su apoyo a quien los gobierna correctamente, ese alguien está constriñendo, coaccionando, poniendo límites por sus puros pantalones al derecho irrestricto de la sociedad para elegir a quien mejor le parezca.
Por tanto, la alternancia obligada, predeterminada por alguien e impuesta (forzosamente o mediante la manipulación subliminal de las conciencias) a la ciudadanía, muy lejos de ser prueba y resultado de una democracia auténtica y realmente funcional, es la negación misma de esa democracia, y lo que realmente pone de relieve es la monopolización del poder por unos cuantos grupos, camarillas o partidos para su propio beneficio o en su propio provecho, pero que nada tiene que ver con los intereses populares. La alternancia previamente pactada entre poderosos no es otra cosa que el abusivo reparto del poder entre ellos, sólo que no se trata de un reparto territorial y simultáneo sino un reparto por sucesión, a lo largo del tiempo, pero un reparto al fin en detrimento de las libertades y el progreso de los pueblos.
Desde el ángulo de la política práctica, es un error, o mejor dicho, una calculada falacia, acusar a una corriente o grupo de que “monopoliza” el poder, de que, una vez que lo gana “ya no lo suelta” y de que por eso es un peligro, una amenaza que “no debe tener cabida dentro del juego electoral”, si no se demuestra, de manera suficiente, fehaciente y puntual, que tal permanencia en la silla la consigue mediante procedimientos ilegales, ilegítimos, conculcatorios de los derechos de los electores y, en consecuencia, también de los legítimos derechos y aspiraciones de sus competidores a arribar al poder que ellos detentan. Ciertamente, un partido o corriente política que se aferra al poder por medio del terror, la represión, la persecución y la eliminación de sus contendientes; o quizá mediante la corrupción, el reparto de prebendas y la compra de conciencias, es un enemigo peligroso de la democracia y del derecho ciudadano a elegir libremente a sus gobernantes y no tiene lugar dentro del juego electoral para competir con el poder. Y a un partido o corriente que obre así desde el poder, no se le debe combatir solo a través de los medios y en épocas electorales, sino también recurriendo a los recursos que la ley prescribe para estos casos y de modo incansable y permanente, hasta obligarla a respetar la ley y el derecho a abandonar el poder para siempre.
Pero si no se demuestra que esta corriente retiene el poder por la mala, entonces no se tiene ningún derecho a echarle en cara su conducta, porque entonces resulta obvio que retiene el poder porque el pueblo, el ciudadano votante, le otorga su apoyo y confianza en cada elección por considerarla representante legítima y eficiente de los intereses de sus electores. En un caso así, es absurdo (o criminal tal vez) satanizar a esa organización y echarle en cara como un delito nefando lo que en realidad es un mérito, y un mérito tanto más grande y respetable porque todos sabemos que en el país no abunda este tipo de ejemplos.
Pero hay algo más. Quienes hacen un delito y un destierro político, el gobernar con limpieza, con honradez, con eficacia y pensando siempre en el interés de los más desvalidos, están demostrando con eso, aunque no lo digan, aunque lo oculten cuidadosamente bajo una montaña de mentiras, acusaciones falsas y argumentos deleznables y carentes de toda lógica y sustento fáctico, que no están de acuerdo con esta forma honrada de gobernar, es decir, que ellos no pelean el poder para hacer algo semejante o superior incluso, sino que van tras lo mismo que han ido y van todos los políticos arribistas, ambiciosos y faltos de escrúpulos: tras el dinero, los honores, los lujos, las prebendas y hasta los vicios y corruptelas que, en efecto, el poder puede proporcionar si se usa intencionalmente para ello. Queda así probado que la alternancia obligatoria, impuesta mediante pactos mafiosos entre grupos de poder, se opone frontalmente a la democracia limpia y verdadera y va directamente en contra del derecho y del bienestar de las mayorías que son, gracias a que forman legiones, las que otorgan el poder con su voto y son, por eso, las que deberían gozar los beneficios de ese poder.