¿A dónde va la guerra a las garantías constitucionales?

  • Aquiles Córdova

Si no ando desencaminado, la guerra directa contra las garantías constitucionales de libre asociación, organización, petición y manifestación pública ha pasado por dos etapas fáciles de distinguir. La primera coincide con el periodo de los gobiernos “emanados de la Revolución” que, con altibajos, llega hasta el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y el movimiento estudiantil-popular de 1968. Esa conmoción social  obligó a los gobiernos subsiguientes a ser más tolerantes con las manifestaciones públicas de descontento, pero el interregno, que no fue ni muy prolongado ni muy genuino, comenzó a mostrarse “agotado” en el momento en que, por las sucesivas reformas políticas, la izquierda oficializada pasó de oposición a gobierno, con lo cual no sólo abandonó la protesta pública como herramienta de lucha, sino que se volvió contra ella y se unió al coro de quienes la venían descalificando y condenando desde siempre. Con la derrota del PRI y el arribo de un panista (Vicente Fox) a la Presidencia de la República, la regresión se ahondó y se aceleró, dejó a un lado los subterfugios legales, sociales y políticos que le servían de disfraz y se lanzó abiertamente contra los más pobres, desvalidos e inermes (únicos que quedaron fuera del nuevo reparto del poder) que se atrevían y se atreven a hacer uso de las garantías mencionadas.

Fue entonces que la manifestación pública se rebautizó como chantaje; las marchas y plantones como “robo” y “secuestro” de espacios públicos; los manifestantes como hordas de descamisados sucios, malolientes y salvajes, que bloquean y ensucian las calles sin importarles “los derechos de terceros”; y los funcionarios sordos e insensibles a la necesidad de la gente, como inocentes e indefensas víctimas de los trogloditas chantajistas y criminales. Los medios informativos, olvidando las lecciones del 68, abandonaron toda prudencia y se lanzaron con toda esta batería de insultos, calumnias y acusaciones (más las que su propio magín les sugiere) en contra de los manifestantes y sus líderes, acusando a estos últimos de delincuentes de la peor calaña que sólo merecen la cárcel, misma que exigen a gritos y con todo su “poder mediático”, a las autoridades competentes violando, ellos sí, “los derechos de terceros”. Los gobernantes y funcionarios priístas que lograron sobrevivir y desempeñarse bajo la “ola” panista, no sólo no jugaron el papel de contrapeso y muro de contención que se esperaba de ellos, sino que rápidamente se asimilaron el “nuevo discurso” y comenzaron a aplicarlo con más regodeo que los mismos panistas. Hoy, la guerra contra los pobres y su derecho a la protesta está en pleno auge, navega viento en popa y ha conquistado ya, qué duda cabe, carta de la ciudadanía en la política nacional.

En efecto, hoy todos llaman “chantaje” a una de las pocas garantías constitucionales que todavía pueden considerarse favorables al interés popular, es decir, ya nadie se recata para lanzarse abiertamente contra la Constitución General de la República, a pesar de que sigue siendo ésta la fuente de legitimidad del Estado mexicano; a nadie parece importarle un comino la ley, los derechos de la verdad, el respeto a la integridad física, moral y humana de quienes, arriesgando su vida misma, se ponen al lado del pueblo pobre para demandar, junto con él, justicia, equidad, libertad y un mínimo de bienestar para todos; a nadie parece preocuparle que el descontento popular no sea algo artificial, creado por la ambición de los falsos líderes, sino, como dicen muchas voces autorizadas, hijo natural de la monstruosa desigualdad que priva en México ya que, según dato del CONEVAL, ocho de cada diez mexicanos sufre algún tipo de pobreza y casi 15 millones están al borde de la mendicidad. Con la mayor desvergüenza y desparpajo, todos acusan a quienes protestan por esta situación, de “chantajistas”, “vividores”, “sinvergüenzas que lucran con la pobreza ajena”, “ladrones y secuestradores de espacios públicos”, “vándalos” que afectan el sagrado derecho de peatones y automovilistas a la libre circulación.

Cada día es menor la esperanza de que esta guerra sucia sea responsabilidad exclusiva de quienes la llevan a cabo. Todo induce a creer que estamos ante una política de Estado. Primero, hay que ver la magnitud y la composición del ejército atacante: todo el gigantesco y poderoso aparato mediático, funcionarios de todos los niveles y de todos los partidos, representantes populares (incluidos los de “izquierda”, que no sienten rubor de repetir como papagayos la lección de sus maestros panistas), jefes de organizaciones y partidos de todos los colores, organismos y líderes empresariales. No hay duda: se trata de una fuerza inmensa y realmente poderosa, como no puede haber otra en este país. Luego, hay que notar la total coincidencia en los argumentos (no en los epítetos, acusaciones y amenazas ya dichos): todos afirman estar en favor del derecho a la manifestación pública, pero, eso sí, “sin lesionar intereses de terceros” (¿?); todos declaran que las demandas “son atendibles”, y hasta puede que “correctas y justas”, pero que la “algarada” y la “toma de calles” no es el camino correcto, sino que “deben privilegiarse el diálogo y los acuerdos”. Para muchos, todo esto puede sonar lógico y “razonable”; pero si le acercamos la lupa, en seguida se ve que hay formulaciones incompletas, planteamientos unilaterales y olvido intencional del desarrollo previo del problema. Es correcto defender el derecho de los ciudadanos al libre tránsito y también llamar a los manifestantes a respetar ese derecho; pero si el razonamiento se queda hasta aquí, si no se completa precisando cómo deben y pueden marchar los inconformes sin obstruir vialidades, todo se convierte en un sofisma burdo para justificar la represión contra toda queja y toda protesta pública.

Es correcto que los medios critiquen el “caos vial” y el desorden que provocan las manifestaciones; pero no que los señores periodistas jamás se ocupan de investigar, así sea someramente, la naturaleza de las demandas; tampoco que nunca estudien si son fruto del capricho y la ambición de los líderes, o si nacen de la situación de pobreza y marginación que dice el CONEVAL; ni que nunca indaguen, ni por error, la conducta de los funcionarios encargados de resolverlas, o si son “ilegales” desde este punto de vista. No es creíble que tantas omisiones se deban sólo a incapacidad mental; es más seguro pensar que es algo intencional que busca, de ese modo, satanizar las marchas y a los marchistas. Finalmente, es correcto que los funcionarios, incluso los de muy alto rango, llamen al diálogo y al acuerdo y adviertan que, si ese camino fracasa, “se hará valer el Estado de Derecho”; pero no deberían callar los antecedentes del conflicto si quieren resolver preguntas como ésta: ¿Qué hay que hacer cuando se demuestre, con pruebas irrefutables, que el camino del diálogo y los acuerdos se ha recorrido tres, cuatro, diez veces, y que siempre fracasa por el incumplimiento de la parte oficial? ¿Quién es aquí el culpable del desbordamiento del conflicto? ¿Se le aplicará sin falta el “Estado de Derecho”?  Si no es así, entonces caemos, por tercera vez, en un discurso retórico para encubrir la condena de la protesta pública.