¿Cómo debemos entender los ataques al Jefe del Ejecutivo?

  • Aquiles Córdova

No puede nadie poner en duda ni en entredicho que sucesos como el de Tlatlaya, en el Estado de México, o la desaparición (y probable privación de la vida) de 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero, son crímenes nefandos que conmueven y sublevan la conciencia nacional y que exigen, por eso, sin ninguna posibilidad de olvido ni de resignación, la investigación incansable y rigurosa de las autoridades hasta llegar a las raíces últimas del problema, hasta descubrir la cadena completa de los culpables materiales e intelectuales, castigarlos en rigurosa proporción a la gravedad de su crimen y resarcir a las víctimas y a sus familiares en todo lo que sea humanamente posible y necesario. Nada me desazona tanto como el temor de ser confundido con las plañideras de moda, que se desgañitan gritando una indignación y un dolor que no sienten solo para ganar reflectores y una fama efímera; pero creo que de no reiterar aquí mi punto de vista sobre los crímenes mencionados, lo que diré en seguida despertará la suspicacia y el franco rechazo de muchos, que lo tomarán como un intento de congraciarse con los poderosos.
Como consecuencia de la tardanza (no sé si justificada o no) de las autoridades para ofrecer resultados concretos y completos sobre las desapariciones de Iguala, han ido aflorando dos fenómenos que no necesariamente se explican y justifican por el carácter terrible y profundamente hiriente del suceso que los provoca. Se trata, 1) del ataque, destrucción e incendio de varios edificios públicos y privados en Guerrero, Oaxaca, Michoacán y varias otras entidades, incluida la capital del país donde la violencia ha sido particularmente aparatosa, e incluso aventurera e irreflexiva (el ataque a Palacio Nacional, cuyo resguardo está a cargo del Ejército mexicano, pudo haber desencadenado una crisis de proporciones incalculables). Sobre esto ya he hablado en un artículo anterior. 2) De la orientación que ha ido tomando la protesta de los agraviados, cada vez más virulenta y más parcialmente dirigida en contra del gobierno federal y, en particular, en contra del jefe del Ejecutivo, el Presidente de la República. Como a todos consta, han arreciado las descalificaciones, las acusaciones, los dicterios (abiertos o disfrazados) personalizados y, últimamente, la exigencia de su renuncia al cargo.
Y esto es preocupante no porque jamás haya ocurrido antes en la historia política del mundo, sino porque ocurre sin que nadie, que se sepa públicamente al menos, ha dicho hasta hoy, ni menos demostrado, que la responsabilidad del delito recae, aunque sea en una mínima parte y de algún modo (por ejemplo, por omisión dolosa o culposa), en el gobierno de la República o en el titular del Ejecutivo. Nadie tampoco ha refutado (ni mal ni bien) la versión oficial de que el secuestro de los normalistas fue resultado de la acción concertada de las autoridades municipales de Iguala (que no pertenecen al partido del Presidente) y de un grupo del crimen organizado conocido como “Guerreros Unidos” (aunque el nombre del gang es lo de menos); y nadie ha rechazado la responsabilidad por inacción del entonces gobernador de Guerrero (que tampoco era del partido del Presidente), puesto que nadie ha protestado por su renuncia al cargo. Y si esto es así, como a todos nos consta que lo es, ¿dónde está, de dónde se desprende la culpabilidad y las acusaciones que se están lanzando sobre el gobierno federal? Puede ser que alguien diga, o piense, que su culpa radica en la sordera, insensibilidad y falta de respuesta a los reclamos de los ofendidos; pero un brevísimo repaso a los hechos demuestra que esto tampoco es así. 1) Se exigió la investigación y el castigo a los criminales, y aunque esto aún no se ha concluido, nadie puede negar que hay avances serios, como la detención de varios de los implicados más relevantes. 2) Se exigió continuar la búsqueda de los jóvenes sobre la base de que aún están vivos y, ciertamente, pocos ejemplos habrá de un rastreo más minucioso de todo el territorio guerrerense en busca de los desaparecidos. 3) Se demandó la intervención de peritos argentinos y el gobierno accedió de inmediato. 4) Se pidió una investigación más especializada sobre los restos calcinados, y ya se encuentran en una universidad austriaca. 5) Se exigió información puntual de los avances a los familiares, antes incluso que a los medios, y así se viene haciendo puntualmente. 6) Se exigió diálogo directo con el Presidente y éste soportó estoicamente seis horas de discursos y reclamos, al cabo de los cuales dio respuesta pública a los presentes en la reunión. ¿Se puede, entonces, acusarlo válidamente de sordera, insensibilidad o desatención? Lo que en realidad sorprende es que ninguna de estas sencillas puntualizaciones se haya hecho, de cara al país, por parte de algún miembro del gabinete a quien corresponda hacerlo. El Presidente ha tenido que defenderse solo.
Ahora bien, analistas bien informados dicen que la campaña es impulsada por organizaciones políticas que difieren, por principio y desde siempre, del priismo, los cuales ven en esta coyuntura la oportunidad de desplazarlo y hacer avanzar su propio proyecto de país. Los medios afirman que los ataques a instalaciones y la guerra contra el Ejecutivo no es de los agraviados sino de pequeños grupos de infiltrados en sus filas y de organizaciones con capacidad de movilización pero ajenas al conflicto. Puede ser. Pero hay otros síntomas que no cuadran en este esquema. Es raro que un “cómico de la legua”, que jamás se ha interesado, ni poco ni mucho, por los problemas del país, de pronto resulte un experto en política que acusa de todo a la actual administración y exige justicia y otras cosas más arrogándose, nada menos, que la representación nacional. Parece que aciertan quienes dicen este “nuevo líder” es la boca de ganso de un poderoso medio que no está conforme con lo que ha recibido del gobierno actual. Pero hay más. Han salido a “defender a las víctimas de Iguala” la ONU, el Parlamento Europeo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el Congreso Norteamericano, el New York Times y hasta el Sumo Pontífice Romano; además, hay protestas masivas en Europa, en Estados Unidos y en otros puntos del planeta con la misma exigencia. ¿No es evidente en todo esto una orquestación central? ¿Es que el caso Iguala supera en horror y trascendencia a las guerras de Irak, Afganistán, Libia, Egipto, Siria y Ucrania, por mencionar algunas? ¿Es el secuestro de 43 jóvenes mexicanos más condenable y horrorizante que los degüellos públicos, la “limpieza étnica” y la masacre de kurdos y de cristianos que perpetra el “Emirato Islámico”, amparado por Estados Unidos? ¿Y no es paradójico y sorprendente que quienes se rasgan las vestiduras por el caso Ayotzinapa, no digan esta boca es mía sobre los crímenes y masacres que enumero? Muchos de ellos, incluso, los han aplaudido abiertamente.
El Movimiento Antorchista Nacional no puede ser acusado, por razones que están a la vista de todos, de ser un privilegiado del actual gobierno y de hablar interesadamente por él. Contrastando fuertemente con la atención y el tiempo (merecidos desde luego) que le dedica a los afectados por los secuestros; incluso con la largas e infructuosas horas que varios funcionarios de la SEP se gastan “dialogando” con los politécnicos, los antorchistas no hemos recibido una explicación digna de crédito sobre el secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo; ni siquiera nos han devuelto sus restos, demanda mínima de su esposa e hijos y del antorchismo nacional. El Subsecretario de Gobernación, Lic. Luis Miranda Nava, no halla en su apretada agenda ni 30 minutos para escuchar y atender las demandas de los antorchistas. Ésa es la verdad. Pero esto no puede ser excusa válida para que dejemos de respetar y manifestar la verdad de los hechos tal como la entendemos, ni para dejar de cumplir con nuestro deber de alertar sobre los peligros que entraña para el país, para la paz social, para el crecimiento y desarrollo económico y para la independencia y la soberanía nacional, el ataque combinado de ambiciones internas y proyectos externos de hegemonía mundial. Si no advertimos el peligro y no huimos a tiempo de los cantos y encantos de falsas sirenas, corremos el peligro de caer en una crisis mayor y más grave que la que estamos tratando todos de remediar en estos días. Por eso hablamos. Y que la historia nos juzgue.