¿Regular o suprimir el derecho de manifestación?

  • Aquiles Córdova

No creo sensato discutir si un derecho constitucional debe o no ser reglamentado mediante una ley secundaria para garantizar su correcto ejercicio. Este problema está resuelto ya desde hace rato por la teoría y la práctica jurídica del mundo entero. Sin embargo, no por ello deja de ser cierto que, siempre que una garantía se torna molesta o lesiva a los intereses, ideario u opinión particular de uno o varios grupos con influencia en la sociedad, suele echarse mano de su reglamentación para acotarla con tal cúmulo de prerrequisitos, condiciones, prescripciones, y prohibiciones expresas que, en los hechos, la tal regulación se transforma en una disfrazada derogación de la garantía de que se trate.

En México, hace ya rato que se oyen voces influyentes y poderosas que, sin atreverse a plantear abiertamente una reforma constitucional para suprimir el derecho a la manifestación y a la protesta pública, exigen de modo cada vez más beligerante y perentorio la “regulación” de tal derecho, alegando que, tal como está y se ejerce, causa severos daños económicos y sociales que es necesario evitar. Sintetizan su opinión en la conocida acusación de que las marchas, mítines y plantones “afectan los derechos de terceros”, y para probarlo, detallan: 1) obstaculizan el libre tránsito de personas y vehículos, impidiendo que la gente llegue puntualmente a su trabajo, a una cita importante e incluso que un enfermo llegue oportunamente al hospital, con grave riesgo para su vida; 2) bloquean arterias y ocupan espacios importantes causando grave daño económico a bares, hoteles, restaurantes y comercios “establecidos” al ahuyentar masivamente a los clientes; 3) dañan y secuestran el patrimonio de todos, apropiándose de espacios públicos durante meses y dejando al final destrucción, mugre y basura; 4) pintarrajean avenidas, monumentos y edificios públicos y privados; 5) causan daños mayores y menores rompiendo cristales de puertas, ventanas y exhibidores de negocios; 6) insultan y agreden, a veces gravemente, a los cuerpos de seguridad. Puede ser que haya otras quejas más, pero me detengo aquí por razones de espacio.

En respuesta a estas quejas, magnificadas por los medios informativos no siempre espontáneos ni desinteresados, en las últimas semanas del año pasado se conoció un proyecto de ley reglamentaria para las protestas públicas masivas. Entre lo más destacado que yo recuerde, se plantea: 1) prohibir marchar por las arterias más importantes y transitadas de la ciudad; 2) prohibir el bloqueo “intencional” de la circulación por los marchistas; 3) los organizadores deberán informar de la protesta a la autoridad respectiva con tres días de anticipación, anexando el itinerario detallado del evento; 4) sancionar a quien cometa cualquier tipo de agresión en contra de los cuerpos de seguridad pública; 5) sancionar a quien cause daños materiales en edificios públicos, monumentos y negocios privados; 6) disolver con la fuerza pública toda manifestación violenta o que degenere en vandalismo durante la realización de la misma. Creo que no cabe discusión sobre la necesidad de evitar excesos (ilegales e innecesarios casi siempre) de cualquier protesta masiva; y entre tales excesos debemos aceptar: los daños materiales a todo tipo de inmuebles, públicos y/o privados; el pintarrajeo indiscriminado de paredes, bardas, puertas y ventanas, que provocan una contaminación visual que a todos ofende; la destrucción y deterioro intencional de jardines y lugares públicos donde se instale un plantón (incluido el desaseo ostensible del lugar); las agresiones físicas a los cuerpos de seguridad y, finalmente, el vandalismo y el saqueo de establecimientos. Estas acciones, que nada positivo añaden a la lucha social, sí provocan, en cambio, el justificado repudio de la opinión pública, por lo que deben ser sancionadas conforme a derecho. Pero hay que aclarar que todas ellas, por ser delitos evidentes, están ya claramente tipificados y penalizados en la legislación vigente, por lo que no hace falta ninguna legislación especial para su control.

No ocurre lo mismo, en cambio, con propuestas como la de no manifestarse nunca en las arterias más concurridas; no bloquear “intencionalmente” el tránsito; la obligación de dar parte a la autoridad con tres días de anticipación y anexando el recorrido de la marcha; penalizar los “insultos y amenazas” a las autoridades y a los cuerpos de seguridad; disolver una manifestación y encarcelar a los organizadores en caso de que ésta se torne violenta durante su desarrollo (nada inteligente puede decirse a quienes enarbolan el absurdo de que quienes protestan paguen a la ciudad y a los comercios afectados los daños ocasionados por su protesta). Prohibir las marchas en las arterias importantes es relegar la protesta a la semiclandestinidad, y es mellar significativamente la eficacia de la medida, es decir, es tornarla prácticamente inocua y, por lo tanto, inservible para la lucha social; prohibir el bloqueo “intencional” de la circulación tendría idéntico resultado para quienes buscan justicia y sería, además, unilateral por cuanto que penaliza a los que protestan pero nada dice de la conducta y del manejo del conflicto por parte de la autoridad, que es casi siempre la causa de fondo de los bloqueos. Pero hay algo más grave todavía, y es el carácter vago e impreciso del término “intencional”. ¿Quién y cómo medirá la “intencionalidad” de un bloqueo? ¿La autoridad misma? Si es así, todos los bloqueos serán “intencionales” y la ley se tornará, indefectiblemente, un arma represiva contra el derecho de manifestación. Y exactamente la misma objeción debe hacerse a las propuestas de criminalizar los “insultos y amenazas” contra la autoridad y la policía y de que se faculte a alguien a disolver una marcha cuando se torne violenta. Qué es insulto y amenaza y qué no lo es; cuándo una protesta es violenta y cuando no; todo esto queda a la apreciación de la autoridad, que se convierte así en juez y parte; se deja, así, totalmente abierta la puerta a la arbitrariedad y a la represión. La ley sería una verdadera ley mordaza contra el descontento popular.

Finalmente, es también una peligrosa trampa el requisito de informar a la autoridad sobre la movilización y su itinerario. ¿Y después qué? ¿Qué pasa si la autoridad no está de acuerdo con día, hora y ruta de la marcha? ¿Tendrá o no el derecho de prohibirla o de ponerle condiciones para permitir su realización? ¿Será, pues, la autoridad quien diga dónde, cómo, cuándo y a qué horas se puede protestar en su contra? Los marchistas ¿deben esperar la respuesta por escrito? ¿Y si no llega ésta, pueden o no celebrar su evento? Si no es así, la falta de respuesta será un arma inmejorable para suprimir el derecho a la manifestación pública sin exhibirse abiertamente como enemigo de esa garantía. Recordemos lo que ha pasado con la famosa “toma de nota” para el derecho a la libre sindicalización de los trabajadores. En conclusión: vista de cerca la cuestión, no hace falta ninguna ley reglamentaria del derecho de manifestación pública porque, en cuanto a lo que es realmente un delito y debe sancionarse, existen ya las leyes necesarias, y en cuanto a lo que no está legislado, todo intento de reglamentarlo se transformará, indefectiblemente, en una derogación de facto de esa importantísima garantía constitucional. Debe evitarse el absurdo social, jurídico, y sobre todo político, de permitirnos a los mexicanos jugar al toro “pero sentaditos”, como dice la ironía popular.